Obertura

Berlin. diciembre 2001

miércoles, 1 de diciembre de 2010

THE LOST GALAXY

  
 No sé cómo pudo sobrevivir este cuaderno aquí, durante más de una década, si cuando renuncié a mis aspiraciones filosófico-literarias para dedicarme al diseño Web, creí haber incinerado la totalidad de mi Opus Nigrum. Lo  recuerdo en aquel horno a carbón, en el lóbrego departamento de la Gleimstrasse, allí debió arder junto a mi libreta universitaria. Cuatro años cursados en Letras, en la UBA, y un sin fin de borradores, diarios y cartas, pero convertidos cenizas. Hace un momento –por ironía del destino o por simple ridículo literario– al tomar de mi biblioteca un ejemplar de En busca del tiempo perdido, el “cuaderno negro” salió por fin de su escondite, saltó del anaquel con el ímpetu de un Manifiesto, y cayó al suelo.
 Las tapas levantaron una nube de polvo al abrirse, y unos papeles plegados en forma de avioneta, salieron disparados de entre sus páginas, rumbo a la estantería IKEA. El primer proyectil se incrustó entre El crepúsculo de los ídolos y La Decadencia de Occidente, el segundo sobrevoló la obra completa de Heidegger, rozó apenas el lomo de El ser y el tiempo y terminó estrellándose contra El asesinato considerado como una de las bellas artes.
No puedo creerlo. ¿Una conjura contra la Galaxia Gutenberg? ¿Visiones? Aquí, en Alemania, al menos, los espíritus parecen más visionarios que nunca. Stockhausen, en un arrebato al mejor estilo “romanticismo alemán”, definió el atentado contra el World Trade Center como “la mayor obra de arte posible en el cosmos”. Schröder, quizá no haya dicho algo tan distinto, al calificarlo como “una declaración de guerra contra el mundo civilizado”.
 Como sea, alguien tuvo que poner aquí este cuaderno. El principal sospechoso es mi compañero de piso, siempre resulta el único responsable de todo cuanto sucede de extraño en esta casa. Así, C –que hace instalaciones de arte –podría haber descubierto el cuaderno en mi biblioteca y preparado este espectáculo (“lanzamiento de la obra” con circo aéreo incluido) hasta en sus más mínimos detalles. Miro detrás de Sodoma y Gomorra, con la esperanza de hallar ahí algún engranaje escondido, un “eje del mal” que delate al diabólico autor. Pero sólo encuentro otro proyectil de papel, arrugado y polvoriento. Sobre una de sus alas, lleva escrito en tinta negra: The Lost Galaxy.
Ya no sé qué quería consultar en el libro de Proust. Tampoco por qué elegí La fugitiva. Sin ojearlo siquiera, vuelvo a colocarlo en su sitio. No tengo tiempo para la ceremonia del té y, además, detesto las magdalenas. Un revelador estornudo me basta y sobra, para que mi memoria involuntaria remonte vuelo: una bizarra historia de avionetas, de la que me ocuparé más adelante.
þThe Life in the Screen

Tomo el viejo borrador. Las páginas, atiborradas de reliquias y recordatorios, se descabalaron al paso del milenio. El manuscrito ofrece un aspecto tan enmarañado, sísmico, que tengo serias dificultades para descifrarlo. Son frases rotas, palabras sin lengua: signos sin interpretación. ¿Debería considerar mía esta escritura, esta agonía deletreadora, estos garabatos de moribundo?
Después de años de usar computadora, no soy capaz de trazar sobre el papel ni un par de líneas legibles para el resto de los mortales alfabetizados. Mezclo imprentas con cursivas, mayúsculas con minúsculas, y olvidé por completo el estilo de mi caligrafía, que empezó despertando la admiración unánime de mis maestros y profesores, para terminar convertida en estos  jeroglíficos. Es cierto que aún puedo utilizar una pluma sin destrozarme los dedos, pero el acto reflejo de la escritura manual, la fenomenología del gesto en sí, la armonía de los movimientos de la mano, de la vista y la escucha atenta del pensamiento, decayeron de a poco con el uso de la máquina de escribir, hasta que la PC vino a cavar la fosa definitiva.
 El cuaderno, pronto cumplirá un decenio, y ha envejecido a un ritmo vertiginoso. Ya parece un documento arqueológico: los escritos inéditos de  una momia.
Y la momia soy yo mismo.

Negaría mi firma incluso ante un jurado de grafólogos, si no supiera que fui yo quien escribió esta suerte de diario filosófico-literario, entre 1989 y 1993. Una época en que los sujetos virtuales –por lo menos en el Viejo Mundo– se encontraban en estado embrionario, y el personal computer aún no había conquistado el centro de la personalidad, de la inteligencia y de la libido. Aunque las máquinas ya se hubiesen vuelto “deseantes”, todavía, a finales de los 80, las PCs resultaban demasiado antipáticas y lerdas para seducirnos en masa. Algunos modelos eran, francamente, tan aparatosos como estufas.
Por aquel entonces, tal vez se podía hablar con la conciencia limpia, y sin temor al ridículo “antropológico”, de máquinas estúpidas. La interfaz amigable asustaba, en lugar de sonreírle al usuario, que, con frecuencia, prefería tomar nota de los acontecimientos del día en un cuaderno barato de Mac Paper, a tener que esperar la carga del sistema operativo. Porque el gran susto, la tomadura de pelo metafísica, la verdadera “exteriorización” de la memoria humana, se evidenciaba poco después: cuando a nuestra Amiga, al rato de escribir el diario, se le volvía a congelar la sonrisa, nos cortaba el rostro y se llevaba sin ninguna explicación, la últimas modificaciones hechas en el documento.
Con la aparición en el mercado de las primeras PC, la desaparición de la escritura dejó de ser una especulación teórica, para ir transformándose en una ciencia aplicada: (Pasaje tachado.) “en una  Patología de la vida cotidiana en la pantalla” –leo del cuaderno–. En aquella década de transición y deslizamiento sigiloso hacia una sociedad informática del vacío humano, el universo del papel comenzó a ofrecérseles a muchos usuarios, ignorantes de la nueva tecnología, como un refugio idílico ante las devastaciones que prometía el imperio digital. La Galaxia Gutenberg, en su extinción progresiva, pronto se convertiría en una “Montaña mágica” del turismo literario, para legos y analfabetos del Computerwelt. Recién a mediados de los noventa, con el éxito global del Windows 95 e Internet, la religión de la informática culminaría su conquista: vendría entonces por el cuerpo, la mente y la memoria humanas, implantándose entonces, como culto oficial del Empire.
þThe Life in the Screen

 Nuevo ataque aéreo. Vuelvo la página y otra avioneta sale del cuaderno, da unas vueltas y se estrella contra el teclado de mi Titanium. En un ala tiene dibujada una bomba con la mecha encendida: El símbolo de “falla de sistema”, en la Mac. Despliego la hoja y leo:
Llegará un día, en que nuestros cerebros no podrán pensar sin el disco rígido, ni escribir sin el monitor. Algunos ni siquiera serán capaces de reconocer su propia letra…(Pasaje ilegible). Las palabras no se formarán más en nuestra mente, sino en la computadora. Será el tan anunciado fin del pensamiento y de la cultura alfabética. Muchos seguirán escribiendo como si nada hubiera pasado, y en efecto, nada habrá pasado. El libro que vendrá, como el Mesías kafkiano, nos llegará demasiado tarde: cuando ya nadie lo necesite, cuando el mundo y el hombre se acerquen a su fin. No habrá retorno, entonces, a la Galaxia perdida. (Pasaje tachado). Cuanto más publiquemos, más desaparecemos en la pantalla del libro; cuanto más se digitalice el texto, más patente y perfecta será su desaparición. (Sigue otro pasaje tachado y una mancha roja, de sangre, creo, o quizás, ketchup ).
        En la era de la creatividad inmaterial, lo escrito de “puño y letra” adquiere un tinte antediluviano, bíblico, profético. Los pensamientos, cuando son volcados al papel, tienen otra consistencia –y otra existencia– que los legibles en una PC. Esta frase, trazada sobre un hoja, aunque no variara en nada su significado, ya no sería la misma. “El medio es el mensaje, y digas lo que digas, sea cual sea tu mensaje, el medio ya lo dijo antes…” (Aquí el texto de la avioneta se interrumpe y el resto de la página está atestada de dibujos: mísiles, radares, hombrecitos hechos con letras, caras alienígenas, y un libro con las tapas abiertas, transportado por el haz luminoso  de un plato volador. )
þLe livre à venir

Atardece mientras leo. Acaso sería mejor destruir el cuaderno, quemarlo. Cuanto más me interno en la Galaxia perdida, en el precipitado negro de lo escrito, el curso del pasado se despliega como el falso destello que deja sobre el cielo un astro ya extinguido. La luz muerta del lenguaje sigue ahí para mi mirada humana, indicándome que más allá de mi prefabricada cosmovisión, el universo del libro se revela: una estafa astronómica. (Aquí el texto concluye, y la mitad de la hoja está arrancada).
El espejo roto de la escritura. En el azogue de las palabras, hemos dejado de reflejar nuestra historia y nuestra Imago mundi. El individuo fantasma, evocado por nuestra propia letra, (ése que entre vocablo y vocablo  susurra nuestro nombre), ya no representa a nadie. Así, lo que leemos en el papel, las trazas del devenir y del discurso que escanden la gastada página: esa sucesión de instantes fraccionados, esas enmarañadas líneas de vida, esa vía láctea hecha de letras, puntos, comas, silencios –o acaso, gritos–; toda esa constelación en fuga –quizá hacia sí misma– adquiere, en este mundo del después, una dimensión insospechada que lejos de explicarnos cómo llegamos hasta acá y por qué dejamos de estar en el mundo, es tal vez un pretexto más para seguir perdidos en el espacio, huyendo hacia ningún lugar…
þDiario de la estrellas

Creo que estoy decidido a no quemarlo. Pero tampoco me tomaré el trabajo enajenante de leer el original. Quizá, la digitalización de la escritura sea más purificadora que su destrucción por el fuego. Hoy, las visiones apocalípticas de Bradbury resultan de un romanticismo patético. En la Odisea 2001 del libro en el ciberespacio, las quemas de obras maestras se han vuelto superfluas. Si el hipertexto se desintegra automáticamente a medida que los ojos recorren los renglones y el mouse –emancipado de la mano humana– nos pasea como un módulo espacial, de un enlace a otro de la Web, en breve habremos dejado atrás, para siempre, las esferas pensantes de la Galaxia Gutenberg.
Escanearé el cuaderno negro, y una vez guardado en el disco rígido, lo leeré con el zoom y seleccionaré los pasajes interesantes, para  publicarlos en mi diario. El resto irá a parar a las plantas de reciclaje de papel, donde será convertido en bio-cuaderno.
 Evitaré así todo contacto infeccioso con el manuscrito.




See you later.

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