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Berlin. diciembre 2001

lunes, 13 de diciembre de 2010

DARK FORCE RISING (Dark Files)

  
 "Porque la escena de este mundo
está cambiando."
1 Corintios 7:31

El 11-S o el día que cambió el mundo, unas horas antes del atentado, estaba en mi estudio, ocupado en una página Web para la empresa de celulares alemana Sages: "Sag es schärfer mit Sages" (“Encendé tu imaginación con Sages ”), que tenía que entregar, sí o sí, por la tarde. Había trabajado sin parar desde la mañana. El diseño estaba listo, sólo faltaba darle un último vistazo, y en ese momento se apagó la computadora. (Ruido de helicóptero). Lo primero que vi, fue mi propio reflejo: una sombra abultada, apenas humana, surgiendo como un fantasma –el del autor expulsado repentinamente de su obra– en el polvoriento monitor. Me quedé como ciego, con la vista clavada en las letras y símbolos del teclado, mi mente estaba en blanco, como si me hubiesen formateado el cerebro, y el contenido entero de mi memoria, y de mi vida consciente, hubiera sido transferido al disco rígido de la Titanium: Una pesadilla de ciencia-ficción.
Atiné a agarrarme la cabeza, era casi un milagro que siguiese ahí arriba. En efecto, pensaba aún, hablaba; como el decapitado replicante de Alien, me increpaba babeante y burlona: ¿Estás seguro de que fue la compu? Es fácil echarle siempre la culpa a las máquinas… Pensá un poco. ¿Qué te parece más probable, que tu flamante G4, adquirida hace apenas una semana, tenga un falla de fabricación o que…? Intenté encender la note-book, sin éxito. Resetearla, cero resultado. Miré con desesperación la manzana mordida y escuché como dijo: ¡Think different, think different! Si no fue la computadora, ¿qué mierda pudo haber sido entonces? ¡La electricidad! Claro….¡Qué idiota! ¿Cómo no se me ocurrió antes? Prendí la lámpara del escritorio, el conmutador no respondía. La línea telefónica: muerta. Salí para ver si había luz en el pasillo: nada. El apagón había afectado a todo el edificio. Verifiqué el estado de la batería: descargada. Es decir que no había corriente, por lo menos desde hacía una hora, y yo ni me había enterado.
En la era de la electricidad, los apagones son como un fin del mundo en miniatura, leo ahora del cuaderno. Estar desconectado, es la forma postmoderna de estar muerto. ¿Si el atentado a las Twins Towers no hubiese sido transmitido por la tele, no habría cambiado nada en el mundo? ¿Nada habría sucedido?
(Ruido de helicóptero).
þ ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?


A fin de erradicar de mi vida, la puta costumbre de anotar los números telefónicos en papeles que, a los pocos días, o bien se vuelven  inidentificables porque olvido escribir el nombre de la persona, o bien, van a parar al tacho de basura; con vistas a prevenir el destrozo de los Palm y Organizer (el último terminó aplastado por las Nike, número 45, de mi compañero de piso); para acabar de una vez con la demencia senil de las agendas, que empiezan a perder páginas, extravían información valiosa, o desaparecen durante semanas y meses, en cualquier rincón de la casa; me decidí a prescindir de los servicios de la industria papelera, y a guardar en la computadora mis direcciones y números de teléfonos. Ahí estaba también, el del casero, que ahora necesitaba con urgencia y, por supuesto, no me sabía de memoria. Era inútil buscar, porque había tirado a la basura cuanto block de notas, libreta y papel escrito había encontrado en mi camino. Una prueba irrefutable de que, en la era de la informática, la memoria humana, al igual que la verdad y el saber, es más una cuestión de inteligencia artificial y procesamiento de datos que de reminiscencia, como lo era para nuestros ancestros griegos (leo del cuaderno). Mi cerebro biológico recordaba que el apellido del casero era Müller, pero sólo el cerebro electrónico sabía su verdadero nombre. Si llamaba al servicio de información, iban a pensar que era un retardado mental o que les estaba tomando el pelo. ¿Alles Müller oder wat?[1], habría contestado la típica operadora prusiana, con su amabilidad característica. Un estilo de cortesía dentado, y sin pelos en la lengua, famoso en Alemania como Die Berliner Schnauze: “la bocaza berlinesa”. Además, buscar a un Müller sin saber con exactitud su nombre, era como pretender hallar a un terrorista en la red, interceptando todos los mails en los que se mencionen las palabras: BIN LADEN. Peor aún que encontrar la proverbial aguja en el pajar.
En mi móvil, únicamente guardo los números de amigos o de clientes y, para colmo, el crédito de la tarjeta había vencido el día anterior. Tampoco tengo guías telefónicas en casa, sólo el CD de la Telekom. (Ruido de helicóptero.) Antes te enviaban las guías a domicilio, desde que las digitalizaron, aquí en Berlín, hay que ir a buscarlas personalmente a una filial del correo. En un par de años, se las expondrá  en el Museo de Comunicaciones.
Mi día de trabajo estaba arruinado.
(Ruido de helicóptero.)
þ El mal del archivo


A esa hora, conociendo las rutina laboral de mis vecinos, sabía que no encontraría a nadie en casa. Mi compañero de piso seguiría durmiendo su resaca. Por un momento, pensé en llamar a su puerta, para pedirle prestado el celular, pero, en seguida, descarté la idea. Su último Nokia lo había perdido en el cuarto oscuro de Connection, mientras se bajaba los pantalones o durante un arrebato de poppers; y el anterior se lo habían robado en la zona de Cruising de Tiergarden, en circunstancias análogas. Además, con la excusa de que yo soy el inquilino y él el subinquilino, no se hace cargo de nada en lo que respecta a cuestiones de administración.
Salí de casa de mal humor, presintiendo nuevos desastres. Una vez en la calle, sin saber adónde ir, empecé a caminar como un autómata hacia ese  “desastre de desastres” que es la Alexanderplatz. La temida reacción en cadena no se haría esperar. Mientras me acercaba al edificio de HUMANA, intentando recordar el nombre maldito (¿Peter?, ¿Klaus?, ¿Fridrich?, ¿Karl?, ¿Sigmund?,¿Hans?), vi cómo el depósito de ropa, que está a la derecha de la puerta principal, comenzaba a lanzar nubes de humo negro y estalló en llamas. (Ruido de helicóptero.) Al llegar a la tienda, me sumé al grupo de mirones que atraídos por el espectáculo, se había reunido delante del siniestro. Me cubrí la boca con la solapa de mi campera Respect Man, para no asfixiarme, y contemplé cómo el depósito –y con él los regios ingresos de HUMANA, más que la nunca recibida ropa para los pobres– eran devorados por el fuego, hasta convertirse en una especie de black box dadaista. La magia del siniestro (o mejor dicho de lo siniestro), había hecho de ese clínico depósito, repleto de trapos malolientes y prendas de difuntos, una auténtica obra de arte. La caja, despojada de la cáscara del valor de uso, expulsada del sistema de los objetos, aparecía ahora bajo una nueva luz. Conocida por todos como depósito de ropa, de pronto se hallaba en el centro de atención de las miradas. Su desastre la había convertido en sehenswürdig: en un objeto digno de ser contemplado. Sin embargo, la caja no era bella; era “peor que bella”, era la destrucción misma del concepto de belleza y, a su vez, la belleza de lo peor que podía ocurrirle a ese depósito insignificante que, siendo destruido, se transformaba en un objeto de contemplación. No es de extrañar que las masas, fascinadas por el espectáculo de la catástrofe, adopten la actitud  del experto o del crítico ante las obras del arte moderno, igualmente catastrófico y embelesado por su propia desaparición. Tal vez, sea precisamente eso, lo que las fascina: la ironía del objeto destruido, la belleza maldita de las cosas vacías…, leo del cuaderno.
La apocalíptica sirena de la deutsche Feuerwehr me devolvió a la realidad. Mientras me iba de allí, escuché cómo una vieja comentaba indignada que, al entrar en la tienda,  había visto a un joven con capucha y la cara llena de pearcings, merodeando cerca del depósito. Seguramente, algún pirómano o un enemigo acérrimo del humanitarismo, había arrojado adentro un fósforo o un cigarrillo encendidos.
Me fui antes de que apareciera la policía.
þ El factor humano



Entré en una futurista tienda de D2 y compré la tarjeta. La vendedora, más que limitarse a atender al público, parecía haber hecho carne propia el lema de la empresa: Mach dein Handy scharf!: ¡”Encendé” tu celular! Como si en vez de ofrecer a la venta un producto, se entregase ella misma al cliente a modo de mercancía erótica, con una expresión de emotional design y una sonrisa “móvil”, que yo intentaba fijar desesperado, mientras ella me daba el vuelto, y leía en sus labios pintados de rosa, la frase súper cool del bloque publicitario de la firma: ¿How are you?
Salí a la calle, asqueado. Habilité el crédito de la tarjeta y marqué escéptico el número de la Información. Decidí que el nombre del administrador tenía que ser Klaus Peter (le pifié por poco, resultó que el tipo se llama Klaus Maria). En el display, apareció el icono activo de llamada, pero en vez de la voz de la operadora, sólo escuché un ruido inidentificable y, acto seguido, se cortó la comunicación. (Ruido de helicóptero.) Volví a intentarlo varias veces, sin éxito. El símbolo de la batería indicaba que las reservas se estaban agotando. Me quede ahí, en medio de la vereda, sin saber qué hacer. La mirada perdida en los transeúntes, cuyo paso obstruía y a quienes no veía realmente; paralizado por una mezcla de odio global y melancolía local, a la vez. Entre aquellas personas que, por el modo resuelto con que caminaban, parecían tener metas precisas, o al menos saber adónde iban, me sentí monstruosamente inútil, caduco, nulo. La máscara humana del individuo se había rasgado de golpe, y de entre la desgarradura asomaba ahora la caja negra, carbonizada, repleta de basura y abortados inputs mentales. Hubiese tenido en ese momento a mano una pistola, en vez de mi celular, y creo que me habría volado los sesos allí mismo. Si HUMANA había perdido parte de sus retribuciones, aquel día aciago que cambiaría el mundo, yo  había perdido casi todo: mi humanidad.
þ El hombre que se gastó


Inmóvil ante la tienda, era un cuerpo extraño para la gente siempre apresurada, que, al toparse conmigo y ver que no respondía a su presencia, se apartaba  de mi lado. Un chico, disfrazado de Harry Potter, pasó de la mano de su madre y me señaló acusador con su varita mágica. La vendedora sonreía, aterrada, detrás de la vidriera. Pero yo seguía ahí, inmune a la mirada de los otros, fuera de mi yo y de la masa. Incapaz de controlar el súbito resurgir de la fuerza oscura, mi mutación caricaturesca en X-man: medio humano, mitad bestia y el resto replicante que agoniza. Si, en ese instante, me hubiesen salido garras metálicas de entre los nudillos o escamas azules por todo el cuerpo, no me habría sorprendido. La piel de la cultura se caía a pedazos. El Nokia en mi puño, era una oreja radioactiva, viscosa, como diseñada por Cronenberg, para una versión berlinesa de Existence. Un pájaro negro voló apenas a medio metro de mi cabeza, devolviéndome a la realidad. Lo seguí con la mirada como un autómata, hasta que la parpadeante silueta se desdibujó tras la pantalla gigante de publicidad que corona el edificio. Por primera vez, pese haber pasado en cientos de ocasiones por esta esquina, vi las célebres frases de Alfred Döblin, escritas en enormes letras de imprenta, que cubren la fachada.
 Widersehen auf dem Alex. Hundekälte. Nächtes Jahr 1929, wird´s noch kälter: “Reencuentro en la Alex. Frío de perros. El próximo año, 1929, será más frío aún”.
 Resignado a mi condición de mutante, guardé el celular en mi campera y me fui de allí. Entré al pasaje subterráneo y bajé la escalera.
(Ruido de helicóptero.)
þ X-Man

Me esperaba un banda de punks. La líder del grupo, una adolescente con el pelo rapado y teñido de verde, se me tiró encima. Tenía la cara acribillada de pearcings, los labios pintados de negro, la mirada gélida y vacía, como la de la cobra tatuada en su cuello. Llevaba los borceguíes desabrochados, calzas de lycra roja, pollera escocesa –tan sucia que ni los cuadros se veían–, y una campera de cuero, de la Segunda Guerra Mundial. Toda su ropa parecía recién sacada del depósito carbonizado de HUMANA. Sonreía indiferente, extendiéndome una mano lechosa, infantil: pequeñas garras de muñeca punk, de novia de Chucky. Sus dedos, manchados de nicotina, llenos de anillos, con motivos de calaveras y otros símbolos satánicos. Los chicos –que hasta ese momento estaban sentados en el piso, tomando cerveza y fumando hachís– comenzaron a rodearme. Saltaban a mi alrededor, me sacaban la lengua, reían a las carcajadas, lanzaban alaridos, hacías muecas obscenas, y había uno que se agarraba la cabeza, abriendo la boca y los ojos como si imitase El grito de  Munch. Más que pedir limosna, parecían ejecutar una perfomance. Terminaron resultándome graciosos. Le di un euro a la chica. Sonrió satisfecha y, sin darme las gracias, abandonó el pasaje seguida por su banda.
þ Muchacha Punk


Caminé hasta el final del túnel, subí las escaleras y salí a la plaza, mecánicamente, en dirección a Saturn. Entré a la tienda. (Ruido de helicóptero.) Busqué el subsuelo, donde está la sección de electrónica. Vi las últimas note-books, pero ninguna me pareció digna de competir con mi Titanium. Me detuve ante el exhibidor de celulares y eché una ojeada a los últimos modelos de Nokia. Estaba a punto de preguntar el precio de uno, cuando empezaron a sonar varios móviles a la vez, entre ellos, “milagrosamente”, el mío.
–Si…
–Soy CD...(Voz agitada).
–¿Qué pasa?
–¡Qué! ¿No te has enterado...?
–¿De qué?
–Pero, ¡tío!, ¿en qué planeta vives? Tú si que estás en la luna…
–No en la luna, no, en Saturn...
–¿No has escuchado las noticias? ¡Los árabes acaban de atacar Nueva York!
–No bromees…
    A mi alrededor rostros perplejos, con el celular en la mano.
–Dos aviones se han estrellado contra las Torres Gemelas, han atacado el Pentágono…y en el Ministerio de Defensa en Washington…Espera un momento…
  –¡Dios, esto es el Apocalipsis! Oye, mira, tengo que colgar, que esta redacción es un infierno, y me acaban de decir que…
(Se corta.)
þLa llamada
 

El icono de la batería parpadeaba, vacío. Escéptico, y convencido de que CD había exagerado en su relato, guardé el teléfono y me dirigí hacia la sección de televisores. Delante de mí, iba un matrimonio de alemanes del Este, que acababan de comprar un celular para su hijo. Al parecer, no se habían enterado de nada. Escuché como la mujer le decía a su esposo que, pensándolo bien, no estaba segura de si había sido una buena idea comprarle al Klaus el aparato. Ya estaba bastante enviciado con Internet y, desde que tenían banda ancha, se pasaba el día encerrado en su cuarto. Aunque –la mujer dudaba–, vaya una a saber, quizá el móvil lo movilizaba un poco y por fin se conseguía alguna novia…
El papá asentía, preocupado: “Lo peor iban a ser las cuentas de teléfono…” La mamá, en cambio, no satisfecha con la idea de movilizar la libido de Klaus, especulaba ahora con controlar todos sus movimientos. Una llamada bastaría para ubicar a su Klauschen, que cuando no estaba on-line, desaparecía de casa… “Dios mío, en qué andaría metido ese chico…”
 Klaus es gay, pensé.
Un adolescente aprovechó la confusión general que –pese a la ignorancia planetaria de los atribulados padres de Klaus, empezaba a reinar en Saturn–, y metió un Nokia en el bolsillo de su campera. Cuando llegamos, la gente ya se había amontonado ante los estantes de televisores, y todos –los padres de Klaus incluidos–, vimos incrédulos las imágenes del avión incrustándose en la Torre, en un videowall. La madre se quedó tan aturdida que se le cayó al piso el nuevo celular de Klaus. Una vieja se cubrió la cara con las manos y lanzó una ronca expresión de sorpresa. Detrás, alguien dijo en voz alta: ¡esto sólo pasa en las películas! ¡Cool¡, dejó escapar una  chica y su madre le pegó una cachetada. Un turco, delante de mí, se dio vuelta sonriendo y me preguntó la hora. Los padres de Klaus lo miraron indignados. La vieja estaba petrificada, mientras su nieto, abrazado a un videojuego de Star Wars, la miraba con ojos asustados.
 Pese a la aparente realidad de las imágenes, nadie daba crédito a lo que veía. Das haben wir schon gesehen!: ¡ésta ya la vimos!, le decía un chico a otro. Si hubiera estado en su casa, seguramente habría cambiado de canal.
(Ruido de helicóptero.)
þ Ataque en Saturno


El impacto psíquico del Towering Inferno es, sin embargo, como lo previeron los terroristas: el Apocalipsis. Dos aviones se incrustan en las Torres gemelas. El coloso en llamas, herido de muerte, se desploma poco después sobre Manhattan, sepultando a miles de seres humanos. Un guión para el cine catástrofe, un triller de ciencia-ficción, que la posthumanidad podrá seguir por televisión o Internet, desde cualquier rincón del globo. Mientras el fin del mundo está teniendo lugar en New York, el Juicio final se transmite en vivo y en directo para el resto de la especie. Ante el desafío total del terror, la Aldea global y sus canales mágicos se imponen como horizonte absoluto de la supervivencia. Para sobrevivir, para resucitar en el Reino tecnológico de los justos, todos debemos morir por segunda vez en los medios. ¿Los últimos en conectarse, serán los primeros?
  þ El eje del bien


La tele, que siempre ha pretendido ser más real que lo real, es ahora el Principio de realidad que nos queda. La civilización occidental pierde la cabeza y el suelo bajo sus pies, y amenaza con desaparecer. Por un momento, las miradas se apartan con espanto de la pantalla, buscando en sus semejantes una confirmación que no encuentran. Es inútil. Toda semejanza humana se ha desvanecido. El terrorismo del “Otro” se ha vuelto mediático y global, y está en todas partes. Ahí donde antes se erigía la mismidad ubicua del Imperio.
(Ruido de helicóptero).

Antes que el horror, la primera reacción es la de completa irrealidad. La sensación de lo ya visto, de haber presenciado este suceso, que no somos capaces de identificar, y ante el que el horizonte del acaecer mundano se desvanece, y con él toda certeza. Un pánico turbio nos invade y paraliza. Paradoja del Déjà vu: esto ya lo vi, ya lo viví; vimos caer las Torres, pero precisamente por eso, no puede ser verdad… No puede ser cierto, no damos crédito a lo que vemos. ¡Es increíble! ¡Imposible!
La magia icónica, terrorífica, de estos primeros instantes de impacto psicológico, es también la de la irrupción diabólica del Otro en el espejo: la de una torre que ve estallar tras los cristales a su gemela, la de una autosimilutud aparente que se desmorona y hace saltar nuestro lugar en el mundo. En esa inicial fracción de segundo, divisible hasta el vértigo, la flecha del tiempo revierte su curso, nos arrebata la dimensión identitaria del presente. De pronto, no somos nosotros los que miramos a las torres, sino ellas las que nos miran. Los aviones no sólo impactan contra el WTC, parecen clavarse en nuestras propias cabezas. Luego la alucinación cede, y el cerebro cambia al modo de lo real. Sí, lo que estoy viendo, por más inverosímil e imposible que parezca, es “cierto”. “Está ocurriendo”. Ése avión acaba de estrellarse contra el World Trade Center, no se trata de una película. Sin embargo, por más “cierto” que pretenda ser el hecho en sí, por más creíbles que juzguemos esos simulacros tecnológicos, también sabemos que eso no es “real”, que es sólo un montaje. Tal vez es el terror producido por el atentado y escenificado por los medios, el que automáticamente nos reenvía al abismo de nuestro presente, provocándonos el horror de la realidad, como si ésta –en última instancia–, no fuese más que un efecto especial, virtual,  global.
(Ruido de helicóptero)
þ Deja vu

Cada vez se reunía más gente ante los televisores. Algunos lloraban, otros miraban fascinados las torres en llamas, con ojos ausentes, con ojos-de-fin-del-mundo, quizá se preguntaran: ¿por qué?,  ¿por qué nos odian?, ¿por qué  quieren destruirnos?, ¿qué les hicimos nosotros? Ojos esculpidos por el pánico, por el odio o por la indiferencia, o tal vez por el júbilo contenido o ni siquiera consciente, o por la culpa, por el deseo de presenciar algo así, de asistir a la desaparición de nuestra civilización, en vivo y en directo: ¡al fin un acontecimiento mayor!, ¡al fin algo que valga la pena ver en la tele!
Muchos se iban, después de un rato, con cara de el-mundo-nunca-volverá-a-ser-el-mismo, y enseguida llegaban sus iguales, empalidecían como ellos, lanzaban alguna expresión de sorpresa y volvían a irse. Otros se quedaban ahí, ante las pantallas, con el semblante descompuesto, aferrados a sus mercancías recién compradas: celulares último modelo, electrodomésticos, software, equipos digitales, CDs y computadoras que, de pronto, habían perdido todo su sentido y materialidad, como si se hubiesen desvanecido en el aire a la par que los rascacielos.
 Aparté la mirada de los televisores y, antes de irme de allí, eché un último vistazo a mis semejantes: rostros congelados, miradas vacías, despojadas de toda humanidad. El emblema en llamas de las Torres  multiplicado en sus pupilas: un sello apocalíptico. Un  símbolo letal del Otro y su otredad, del mundo invertido del consumo, del infierno que acecha más allá del reino del confort y de la civilización. ¿Era está la catástrofe que Occidente  había esperado, para cambiar?
Dejé Saturn y salí a la Alex con la sensación de haber aterrizado en otro planeta. Sin embargo, nada había cambiado ahí afuera. La gente seguía su rumbo, como siempre. La Fernsehturm, el Kaufhaus permanecían en su sitio. La Alexaderplatz no había sido bombardeada otra vez. Todo había cambiado y todo seguía como antes. Nada sería ya lo mismo y, al fin, todo daba igual…
þ EL día que cambió  al mundo


Continuará...


[1] Todo Müller o qué? Publicidad de productos lácteos Müller. 

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